
Anteriormente era una casa fúnebre, soy ex trabajador de ahí, aquí mi historia: Trabajar en la pizzería Lupita fue, sin duda, una de las experiencias más extrañas de mi vida. Lo acepté como un empleo temporal; no imaginé que sería también una especie de prueba de resistencia para mis nervios.
Cuando llegué por primera vez, el lugar me pareció encantador. Era un edificio viejo, con un cierto encanto nostálgico: techos altos, azulejos antiguos y un horno de leña que parecía salido de otra época. Sin embargo, los compañeros más veteranos no tardaron en advertirme con bromas nerviosas.
—¿Sabías que esto antes era una funeraria? —dijo Raúl, el encargado del horno.
—No bromees —respondí, tratando de sonar indiferente.
—No bromeo. Pregúntale al dueño. Dicen que aquí velaron a cientos de personas. A veces se oyen cosas raras...
Aunque intenté no pensar mucho en ello, algo en el ambiente me incomodaba. Había una sensación extraña, como si el aire en ciertas esquinas estuviera más frío de lo normal, y siempre tenía la impresión de que alguien me observaba. "Es mi imaginación", me repetía constantemente.
Una noche, me quedé solo cerrando. Era tarde y los demás se habían ido, dejando que yo terminara de limpiar las mesas. El reloj marcaba las 11:30 p.m., y el silencio era abrumador. Solo se escuchaba el zumbido del refrigerador y el crujir ocasional del horno al enfriarse.
De repente, escuché el sonido de pasos arrastrándose por el pasillo que daba a la despensa. Me congelé.
—¿Raúl? ¿Eres tú? —pregunté, tratando de sonar seguro, aunque sabía que él ya se había ido.
No hubo respuesta, pero los pasos continuaron, más lentos, más pesados. Me acerqué al pasillo con el trapeador en la mano, como si eso pudiera protegerme. Cuando llegué, no había nadie, pero sentí una corriente de aire frío que me hizo estremecer.
Dejé el trapeador en el piso y volví corriendo a la cocina. Entonces sucedió lo peor: escuché un susurro. No era un murmullo cualquiera, era un "ayúdame" dicho en un tono desgarrador, como si alguien estuviera sufriendo.
Mis manos temblaban mientras apagaba las luces y me apresuraba a salir. Pero justo cuando estaba cerrando la puerta principal, vi algo por el rabillo del ojo. Allí, en una de las mesas del fondo, había una figura sentada: un hombre pálido, con un traje negro desgastado, mirándome fijamente.
No me quedé a analizarlo. Cerré de golpe y salí corriendo sin mirar atrás. Al día siguiente, cuando le conté lo ocurrido a Raúl, solo se rió.
—Te lo dije, aquí pasan cosas. Por eso nunca cierro solo.
Desde ese día, siempre insistí en que alguien más se quedara conmigo. Porque aunque nunca volví a ver a ese hombre, sentí su presencia cada vez que cruzaba la puerta de la pizzería. Y sé que, de algún modo, él sigue allí, esperando.