Las botellas vacías se amontonan como testigos mudos. Ella vive en la Industrial, yo en el olvido.
La conocí una noche en la banqueta. Yo caminaba rumbo al Nacozari, por unas cervezas, ella estaba frente a un Oxxo con la cortina medio caída. Dr. Martens desgastados, un breve vestido estampado con flores pequeñas y la mirada de quien ya vio todo y le importó nada. Me pidió un cigarro sin mirarme a los ojos. Compartimos el humo como un ritual sagrado y nos reímos de algo que no recuerdo.
La invité al bar, la pasamos bien. Más tarde la llevé a mi cuarto. No había promesas, sólo el eco de la música del Nacozari a lo lejos, y la certeza de que la noche sería corta y el día siguiente, largo. Un perro aullaba afuera, como si entendiera algo que nosotros no.
El amor fue como un perro callejero que nos lamió la cara y se largó tras la primera perra en celo. Sin aviso, sin despedidas. Un día ella estaba ahí, compartiendo una caguama en la banqueta conmigo; al siguiente, sólo quedaban sus cabellos chinos en mi almohada y su cepillo en el vaso en el lavabo.
Después la volví a ver un par de veces en las calles de la Industrial, siempre con prisa, con la mirada esquivando recuerdos. Nos saludábamos con un gesto mínimo, como si reconocer el pasado fuera demasiado esfuerzo. Ella seguía con su vida, yo en el olvido.
La última vez que la ví, estaba en la banqueta de siempre, con una botella en la mano y la mirada en la nada. Me acerqué, pero ella ya no era la misma y yo tampoco. “¿Otro cigarro?”, preguntó, como si el tiempo no hubiera pasado. Se lo di. Compartimos el humo sin reírnos esta vez. El silencio fue más cómodo que cualquier mentira.
La noche se tragaba las calles y una jauría de perros flacos corría tras algo que jamás alcanzarían. Como nosotros.